“El nombre de Dios es Misericordia”
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El “pecador” es distinto del “corrupto”
LA CORRUPCIÓN es el pecado que, en lugar de ser reconocido en cuanto tal y de hacernos humildes, se erige como sistema, se transforma en un hábito mental, en una manera de vivir. No sentimos más necesidad de perdón y de misericordia, nos justificamos a nosotros mismos y justificamos nuestros comportamientos. Jesús dice a sus discípulos: “Si tu propio hermano te ofende siete veces al día, y regresa a verte siete veces al día para pedirte perdón, perdónalo”. El pecador arrepentido, que cae, y que luego recae en el pecado a causa de su propia debilidad, encuentra de nuevo el perdón si reconoce su necesidad de misericordia. El corrupto, por el contrario, es aquel que peca y no se arrepiente, aquel que peca y alardea de ser cristiano, y cuya vida es escandalosa.
El corrupto ignora la humildad, no considera que necesite ayuda y lleva una doble vida. En 1991, consagré a este tema un largo artículo, publicado en un pequeño libro titulado Corrupción y pecado. No hay que asumir el estado de corrupción como si este fuese un pecado más: incluso si a menudo identificamos la corrupción con el pecado, se trata, en efecto, de dos realidades distintas, si bien vinculadas. El pecado, sobre todo si es reiterado, puede conducir a la corrupción, no tanto cuantitativamente -en el sentido de que un cierto número de pecados hagan un corrupto- sino que cualitativamente: creamos hábitos que limitan la capacidad de amar y que conducen a la suficiencia. El corrupto se sustrae de pedir perdón y termina por creer que no debe pedirlo. Uno no se transforma en corrupto de un día para otro: hay una larga degradación, al cabo de la cual terminamos por no identificarnos con una serie de pecados.
Puede uno ser un gran pecador y, sin embargo, no caer en la corrupción. (…) Pienso, por ejemplo, en personajes como Zaqueo, de Mateo, como la samaritana, como Nicodemo, como el buen ladrón: en sus corazones de pecador, todos ellos tenían algo que los salvaba de la corrupción. Estaban abiertos al perdón, sus corazones conocían sus propias debilidades, y fue ese rayo de luz el que dejó penetrar la fuerza de Dios.
Reconociéndose como tal, el pecador, de una cierta forma, reconoce que aquello a lo que adhirió, o adhiere, es un error. Mientras tanto, el corrupto esconde aquello que considera como su verdadero tesoro, lo que le hace esclavo y cubre su vicio tras un barniz de buena educación, salvando siempre de esta manera las apariencias.
Me sentí acogido por la misericordia de Dios
Puedo leer mi vida a través del capítulo 16 del Libro del profeta Ezequiel. Leo esas páginas y digo: “¡Pero todo esto parece escrito para mí!”. El profeta habla de la vergüenza, y la vergüenza es una gracia: cuando uno siente la misericordia de Dios, tiene una gran vergüenza de sí mismo, del propio pecado. Hay un buen ensayo de un gran estudioso de la espiritualidad, el padre Gaston Fessard, dedicado a la vergüenza, en su libro La Dialectique des “Exercises spirituels” de S. Ignace de Loyola. La vergüenza es una de las gracias que san Ignacio hace pedir en la confesión de los pecados ante Cristo crucificado. Ese texto de Ezequiel enseña a avergonzarte, hace que tú te puedas avergonzar: con toda tu historia de miseria y de pecado, Dios permanece fiel y de eleva. Yo siento esto.
No tengo recuerdos particulares de cuando era niño. Pero de chico sí. Pienso en el padre Carlos Duarte Ibarra, el confesor que encontré en mi parroquia aquel 21 de septiembre de 1953, en el día en el que la Iglesia celebra a san Mateo apóstol y evangelista. Tenía 17 años. Me sentí acogido por la misericordia de Dios al confesarme con él. Aquel sacerdote era originario de Corrientes, pero se encontraba en Buenos Aires para curarse de la leucemia. Murió al año siguiente. Todavía recuerdo que después de su funeral y de su sepultura, al volver a casa, me sentí como si me hubiera quedado abandonado. Y lloré mucho esa noche, mucho, escondido en mi habitación. ¿Por qué? Porque había perdido a una persona que me hacía sentir la misericordia de Dios, ese “miserando atque eligendo”, una expresión que entonces no conocía y que después elegí como lema episcopal. La habría encontrado después, en las homilías del monje inglés san Beda el Venerable, que, al describir la vocación de Mateo, escribió: “Jesús vio a un publicano y, como lo vio con sentimiento de amor y lo eligió, le dijo: ´Sígueme´”. Esta es la traducción que comúnmente se ofrece de la expresión de san Beda. A mí me gusta traducir miserando con un gerundio que no existe: “misericordiando”, dándole misericordia. Entonces “misericordiándolo y eligiéndolo”, para describir la mirada de Jesús que da misericordia y elige y toma consigo.
Pecador como Simón Pedro
El Papa es un hombre que necesita de la misericordia de Dios. Lo he dicho sinceramente, también a los detenidos de Palmasola, en Bolivia, frente a esos hombres y a esas mujeres que me acogieron con tanto calor. Les recordé que también san Pedro y san Pablo fueron encarcelados. Tengo una relación especial con los que vive en la cárcel, privados de su libertad. Siempre he sido estado muy cerca de ellos, justamente por esta conciencia de mi ser pecador. Cada vez que entro a una cárcel para una celebración o para una visita, siempre me viene este pensamiento: ¿por qué ellos y yo no? Yo debería estar aquí, merecería estar aquí. Sus caídas habrían podido ser las mías, no me siento mejor de las personas que tengo enfrente. Así, me encuentro repitiendo y rezando: ¿por qué él y no yo? Esto puede escandalizar, pero me consuelo con Pedro: había renegado a Jesús y, a pesar de ello, fue elegido. […]
He leído, en la documentación del proceso de beatificación de Pablo VI, el testimonio de uno de sus secretarios, al que el Papa […] le confió: “Para mí siempre ha sido un gran misterio de Dios, que yo me encuentre en mi miseria y me encuentre frente a la misericordia de Dios. Yo soy nada, soy un mísero. Dios Padre me quiere mucho, me quiere salvar, me quiere sacar de esta miseria en la que me encuentro, pero yo no soy capaz de hacer esto por mí mismo. Entones manda a su Hijo, un Hijo aquel leva justamente la misericordia de Dios traducida en un acto de amor hacia mí… Pero, para ello, se requiere una gracia especial, la gracia de una conversión. Yo debo reconocer la acción de Dios Padre en su Hijo hacia mí. Cuando yo he reconocido esto, Dios opera en mí mediante su Hijo”.
Es una síntesis bellísima del mensaje cristiano. Y qué decir de la homilía con la que Albino Luciani comenzó su episcopado en Vittorio Veneto, diciendo que la decisión hacía caído en él porque ciertas cosas, en lugar de escribirlas en bronce o mármol, el Señor prefería escribirlas en el polvo: así, si la escritura hubiera permanecido, habría quedado claro que el mérito había sido completamente y solo de Dios. Él, el obispo, futuro Papa Juan Pablo I, se definía “polvo”. Debo decir que cuando hablo de esto, siempre pienso en lo que Pedro dijo a Jesús el domingo de su Resurrección, cuando se lo encontró a solas. Un encuentro al que alude el evangelista Lucas (24, 34). ¿Qué le habrá dicho Simón al Mesías apenas resucitado del sepulcro? ¿Le habrá dicho que se sentía un pecador? ¿Habrá pensado en lo que había sucedido pocos días antes, cuando en tres ocasiones hizo finta de no conocerlo, en el patio de la casa del Sumo Sacerdote? ¿Habrá pensado en su llanto amargo y público?
Si Pedro hace esto, y si los Evangelios nos describen su pecado, su renegar, y si, a pesar de todo esto, Jesús le dijo: “Apacienta mis ovejas” (Evangelio de Juan, 21, 16), no creo que haya que maravillarse si también sus sucesores se describen como «pecadores». No es una novedad.
¿Demasiada misericordia?
La Iglesia condena el pecado porque debe decir la verdad: esto es un pecado. Pero al mismo tiempo abraza al pecador que se reconoce como tal, lo acerca, le habla sobre la misericordia infinita de Dios. Jesús perdonó incluso a los que lo pusieron en la cruz y lo despreciaron. Debemos volver al Evangelio. Ahí encontramos que no se habla solo de acogida y de perdón, sino que se habla de “fiesta” por el hijo que vuelve. La expresión de la misericordia es la alegría de la fiesta, que encontramos bien expresada en el Evangelio de Lucas: “Habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse” (15, 7). No dice: “¡Y si luego recae, retrocede, comete otros pecados, que se las arregle solo!”. No, porque a Pedro, que le preguntaba cuántas veces había que perdonar, Jesús le dijo: “Setenta veces siete” (Evangelio de Mateo, 18, 22), es decir siempre.
Al hijo mayor del padre misericordioso (se refiere a la parábola del Hijo pródigo, ndr.) se le permitió decir la verdad sobre todo lo que había sucedido, aunque no comprendiera, porque el otro hermano, comenzó a acusarse, no tuvo tiempo para hablar: el padre lo detuvo y lo abrazó. Justamente porque existe el pecado en el mundo, justamente porque nuestra naturaleza humana está herida por el pecado original, Dios que ha dado a su Hijo por nosotros no puede más que revelarse como misericordia (…).
Siguiendo al Señor, la Iglesia está llamada a difundir su misericordia sobre todos los que se reconocen pecadores, responsables del mal cometido, que sienten necesidad de perdón. La Iglesia no está en el mundo para condenar, sino para permitir el encuentro con ese amor visceral que es la misericordia de Dios. Para que esto suceda, lo repito a menudo, es necesario salir. Salir de las Iglesias y de las parroquias, salir e ir a buscar a las personas en donde viven, en donde sufren, en donde esperan. El hospital de campo, la imagen con la que me gusta describir a esta “Iglesia en salida”, tiene la característica de surgir en donde se combate: no es la estructura sólida, dotada de todo, a donde vamos a curarnos pequeñas y grandes enfermedades. Es una estructura móvil, de urgencias, de intervención rápida, para evitar que los combatientes mueran. En ella se practica la medicina de urgencia, no se hacen análisis especializados. Espero que el Jubileo extraordinario haga surgir cada vez más el rostro de una Iglesia que vuelve a descubrir las vísceras maternas de la misericordia y que sale al encuentro de todos los «heridos» que necesitan escucha, comprensión, perdón y amor.
Misericordia: antídoto al relativismo
En el nuevo libro-entrevista con el Papa Francisco presentado el 12 de enero en Roma, el Santo Padre afirma que la misericordia es necesaria porque funciona como un antídoto al relativismo "que hiere mucho a las personas".
Así lo recordó en su presentación, publicada por el diario del Vaticano L'Osservatore Romano, el Secretario de Estado Cardenal Pietro Parolin.
El Purpurado italiano recordó que en el libro-entrevista con el vaticanista Andrea Tornielli titulado "El nombre de Dios es Misericordia", el Santo Padre responde que el mundo necesita la misericordia porque "es una humanidad herida, una humanidad que tiene heridas profundas. No sabe cómo curarlas o cree que no es posible hacerlo. Y no son solo las enfermedades sociales o las personas heridas por la pobreza, la exclusión social o las tantas esclavitudes del tercer milenio. También el relativismo hiere mucho a las personas, todo parece igual, todo parece lo mismo. Esta humanidad necesita la misericordia".
El Cardenal Parolin señala luego que "nuestra sociedad, a la que nos gusta referirnos hoy como 'líquida', parece haber perdido no solo el sentido de lo que está mal, sino también la fe en la existencia de Alguien que pueda salvarnos, regenerarnos, acogernos siempre y levantarnos cuando caemos".
El Purpurado hace luego una advertencia para quienes lean el texto: "quien esté a la búsqueda de revelaciones en medio de estas páginas terminará tal vez un poco desilusionado: no es un libro en el que el Papa relata curiosidades inéditas o anécdotas particulares sobre sí mismo. No se trata tampoco de una entrevista sobre todos los ámbitos de la actualidad que tienen que ver con la Iglesia y el mundo".
Tras recordar que la misericordia es "el documento de identidad de nuestro Dios", el Purpurado afirmó que este libro-entrevista es un texto "que abre las puertas, que las quiere mantener abiertas y que busca señalar posibilidades, que desea al menos subrayar, si no hacer brillar, el don gratuito de la infinita misericordia de Dios".
El Cardenal resalta luego que "la misericordia de Dios es la irrupción en nuestras vidas de otro criterio, de un criterio nuevo: mucho más allá de nuestros cálculos, de nuestros razonamientos humanos sobre la justicia, de nuestra 'ética del balance'.
"He querido concluir recordando estos aspectos que se refieren a la vida de la sociedad y de los estados, para hacer comprender cómo el mensaje del Papa, el mensaje cristiano de la misericordia y del perdón, las muchas puertas santas que se están abriendo de par en par, el reclamo a dejarnos abrazar por el amor de Dios, es algo que no considera solo la conversión de cada uno de nosotros, la salvación del alma de cada persona. En realidad es algo que nos ve también como pueblo, como sociedad, como país y puede ayudarnos a construir relaciones nuevas y más fraternas para que, quien ha experimentado sobre sí la sobreabundancia de la gracia en el abrazo de la misericordia, quien ha sido y sigue siendo perdonado, pueda restituir al menos un poco de lo que ha recibido gratuitamente", finalizó.